Al
pasar el dedo
por
la cencellada
de
los huesos,
recuerdo
que antes eran sal 
y
que mi carne era océano. 
Las
olas llegaban y se despedían 
como
enormes pañuelos blancos.
Ahora
el sol me araña la sangre 
y
al zozobrar contra los muros 
me
van erosionando... 
Los
pies se arraigan 
en
las encías de la lluvia, 
en
el brocal de mi boca
 el
eco me hostiga la voz. 
La
música, el más potente de los silencios, 
es
mi  único placebo.
De
aquí no salgo
 y
aquí me encierro 
en
esta morgue de lágrimas:
como
París en el sena 
como
Javert 
como
una caracola vacía
 a
la que acallan a gritos su patria.
Tranquilo,
sereno
me
obliga el tiempo 
a
pensar que tal vez 
me
tiendan una cuerda
antes
de que desborden mis aguas.
Autor: Miguel Hernández Pindado
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