Sola,
estaba tan trémula y sola
en
la ribera del Leteo olvidada,
mas
el destino su agua ante mí helaba
como
aquellos bóreas abrasaban mi corola.
Ah la savia ingrávida me consume e inmola.
Descienden,
Perséfone,
por tu vestido que argentaba,
tus
manos, manos marmóreas y aterciopeladas.
Posándose
melindrosas, sobre mis pétalos de Barkarola,
han de ser el cáliz que viene a endulzar mi fin,
y
rociando esas lágrimas, lágrimas o nepentes,
me
liberas,¡Oh, tú, prisionera!, del sempiterno Spleen.
Pozo de abismo donde se hallaba en hipnosis,
se
ahogaba, sin embargo, despertó de repente
mi
alma, abrazada, a su metempsicosis.
Autor: Miguel Hernández Pindado
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