Emprendió
aquel viaje en esa estación
a
mitad de camino entre la primavera y el otoño.
Cuando
llegó a aquel nuevo país,
era
un día lluvioso. Se apresuró
a
refugiarse lejos del cielo encapotado
recorriendo
las calles pobladas de paraguas.
Rebuscó
en su bolsillo aquel papel
arrancado
del periódico del sábado
en
el que había anotado la dirección,
pero
la lluvia borró cualquier rastro de tinta
del
pedazo de hoja y discurrió
aquel
cian por las líneas de su mano
leyendo
un futuro que no esperaba él.
Perdido,
se acercó a lo que a primera vista
parecía
ser una casa del siglo diecinueve.
Llamó
insistentemente con su puño,
y
como era robusto y la madera vieja,
tras
un fuerte chirrido cedieron las visagras.
Era
una habitación pequeña, lóbrega y algo tétrica.
Repleta
de manuscritos con ensayos y poemas
por
el suelo y libros de todas las ciencias
en
los estantes que rodeaban el cuarto.
Al
fondo una ventana entreabierta,
un
cuerpo yacido en un rincón de la estancia
y
por única decoración, una figura de una diosa mitológica.
El
hombre se acercó al hombre,
acercó
su mano cálida a su frío pecho
y
no sintió su pulso ya apenas.
A
veces, tan cerca es tan lejos...
Cogió
un poema y omitiendo del autor el nombre
(En
voz alta leyó):
El
día se quebraba, brumario moría
con
sigilo y semejante al vaivén
de
las hojas mecidas por el viento
que
enivrées8
voltean en espiral
amontonándose
sobre los cimientos
cual
borrachos, en la plaza de Pigalle9.
Esos
pensares, divagaciones mías
que
habían aguardado en el andén
del
olvido, regresaban al presente
y
arrastraron su único bagaje, ¿A la muerte?.
Despierta,
despierta, susurraban
y
entonces abrí los ojos; mas
aturdido,
no veía nada.
Me
sentía raro, me extrañaba
¿Pero
qué era aquello sino era nada?.
Se
expandía y yo me plegaba,
se
plegaba y yo me expandía.
Palpando
a tientas la oscuridad,
oyendo
al frío llegando con su flotar,
vi
a la tristeza mirándome a los ojos.
Ellos
se trataban de evadir
hacia
cualquier sentido o dirección,
pero
la tristeza es una mujer
superlativamente
caprichosa
un
niño de célebre crueldad impía,
quien
saltando desde su columpio
aterrizaba
en la arena, se zambullía.
Su
pala cavaba aquel compás funerario,
grano
a grano se desgranaba la fosa
probando
yo la granada, su amargo caer.
Aquel
sabor, su elixir, destilado en plutón10
gota
a gota se evaporaba junto a mí
junto
a él me evaporaba, gota a gota...
mil
partes yo era y a la par ninguna,
que
allí en el patíbulo morirían y nada más.
Mas
de repente, alguien me ancló un punzón,
un
punzón y otro, mis piernas ahora desgarraban
aquel
abismo, aquel lugar, aquella atmósfera rota,
las
tribus de blancas lanzas y negras plumas
iban
por mi cuerpo proliferando y yo volaba. ¿Y nada más?
¿Eres
tú dios? ¿Es una artimaña tuya, satanás?
¿Quién
está de mí? ¿Quién se burla aquí?
¿Qué...
Qué sig- significa esta sublimación inversa?
Entonces,
el eco sordo de unos graznidos,
el
eco sordo de unos graznidos. Silencio.
Aterrado
ante un espectáculo semejante,
semejante
pregunta a las anteriores proferí.
¡No!
¡No! ¡Despierta, despierta! pensé.
Y
a continuación, abrí los ojos mas nada cambió.
El
graznido era graznido, pero yo no era yo.
Obstinadamente,
absorto en muchas cábalas,
forzaba
las esposas que me hacían preso
sin
más éxito que el frecuente fracaso.
Así
que decidí atisbar este nuevo horizonte.
Cuervo
en un mundo de buitres, cisnes y águilas,
tras
horas y horas vagando por el vacío,
desesperado,
hambriento, famélico,
cansado,
fatigado y hasta exhausto,
llegué
a un palacio de dimensiones inmensas
con
bohémicas vidrieras, con marmóreas
bóvedas.
Jambas de oro para las puertas
y
en sus largos pasillos colgaban cuadros,
tapices
españoles, Dalíes y Picassos.
Siete
salones dispuestos cual laberinto,
siete
tronos perfectos pero distintos.
El
bullicio entonces se armó en el séptimo
salón,
donde al entrar me recorrieron escalofríos,
donde
entorno a un perro como el de Fausto 11
cientos
de engendros infames y caídos
festejaban
su venida, entonando alabanzas.
Al
finalizar aquella extraña celebración,
el
perro pequeño y menudo me acarició,
me
ladró y no me importa que no me crean,
pero
le entendí cada uno de sus ladridos
como
si palabras o sílabas el animal dijese.
Me
habló acerca del origen del universo,
de
cómo lucharon él y su adversario en el ejercito,
me
habló de cómo murieron sin haber existido,
de
cómo en nosotros nacieron y cómo hemos nacido.
El
mal no soy yo, no existo, el bien no es él, no es cierto.
(me
dijo)
Vosotros
lo engendrasteis, lo paristeis, es vuestro hijo.
Vosotros
lo cuidasteis, lo amamantasteis, ha crecido.
Lo
vestisteis, lo mimasteis y educasteis, y es perverso.
Está
destruyendo el mundo con muerte y con odio,
y
solo el bien y el amor pueden salvarlo.
Ay,
mas ese amor mi amigo, ¿Dónde mana?.
Muchos
son los predicadores del bien,
escasos
los practicantes, pues estos primeros
practican
el egoísmo, el poder y la avaricia.
El
mundo es injusto no busques justicia, no es necesario.
El
perro se marchó y medité cabizbajo
cual
sería mi misión, el porqué ahora era un ave.
Sin
embargo, por más que quise no pude meditar,
por
más que medité no pude querer,
pues
mi vida es un castigo, una condena.
Siembro
por siempre y para toda la eternidad
a
cada segundo, a cada momento
las
flores que van brotando, las flores del mal.
Y
a quién me oiga, y a quién me quiera escuchar,
le
digo que sueño y no dejaré de soñar, con reposar mis alas
tenuemente
y para siempre sobre el busto de Palas 12.
Y
Nada más.
Autor: Miguel Hernández Pindado
Enivrées
– Adjetivo que en francés significa embriagadas.
Pigalle
– Plaza parisina en el barrio de Montmartre
Plutón
– Infierno según la mitología romana.