En la barra del bar de mi nostalgia
he visto al futuro
bajar por mi garganta.
Es verdad que ayuda
a pasar la carraspera del pasado.
Soledad, la camarera, despacha las horas
sin hielos y muy despacio.
El ayer da vueltas
a treinta y tres revoluciones.
Todavía puedo escucharlo
tras el último acorde.
Mientras, mesas y taburetes se vacían,
y en mi cabeza solo permanece Soledad.
Dos de la mañana,
me quedo sorprendido
cuando se decide a hablarme.
Con la bayeta en la mano,
escurre sus dudas
y me sugiere un trato:
¿Qué tal la última
a cambio de un beso?
Tímida y triste
hija de minero,
tenía los ojos negros en hulla
y los besos como el grisú.
Yendo hacia la puerta
descolgué un hasta mañana
Sin saber cómo
me encontré tumbado en la cama.
Zozobraba como barco a la deriva,
cuando sin percatarme,
naufragué en el sueño.
Entonces, la bofetada del despertador,
y el sol
humedeciendo las legañas.
Había vuelto a amanecer
a orillas de la melancolía
arrastrado por la resaca del recuerdo.
No quedaba más remedio
así que esa noche
volví a visitar a Soledad.
Autor: Miguel Hernández Pindado
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